Gracias te doy, mi
Dios, por esta cruz,
relámpago que en mi pecho
enterrado
me ha llenado de una luz
interior,
dardo que en mi corazón
hundido
ha encendido ahí un radiante
dolor.
Y gracias por el fuego en el que
yo ardo,
rosas las llamas
son, y el humo espinas.
Gracias por el madero, la viga
áspera y dura
que por la vía dolorosa de
esta vida
arrastro—Gracias por la
esencia pura
que rezuman mis llagas:
mirra, nardo,
incienso de punzante olor,
fragancia divina
que destila cada gota de
sangre que derramo…
Y por los clavos que me
esperan, ¡gracias mil!
¡Mías sean las penas, la
gloria sea tuya!
No me las quites nunca,
aunque no me las merezca:
La ligereza, mi desnudez
después de tal despojo,
me matarían—y solo, solo,
sólo me moriría.