El
hombre se despierta. Se siente cansado y
la alcoba le está fría. Se le ha olvidado todo: fecha, casa, familia, hasta su propio
nombre.
En la estancia vacía, la luna de azogue le niega la borrosa figura acostumbrada, devolviéndole un vago gris nublado. El cristal moteado esparce una luz polvorienta y crespuscular en la que se difuminan sombras y aristas, y la noche se confunde con el día.
De
momento se encuentra en la sala principal de una biblioteca casi conocida, casi
familiar. ¿Será la Nacional... o la de
Babel en Babilonia, o la de Alejandría…?
Como si
obrara al azar, su mano tantea entre los viejos tomos de una estantería; saca del alto anaquel un volumen pesado, sin fijarse en la hilera de
polvo que oculta. El lomo lleva impresa
una palabra que no logra descifrar.
Parece decir algo así como Uqbar.
El
libro se abre. Es una suerte de Utopía y
muestra una infinitud de caracteres y tipografías cambiantes. Lentamente las hojas comienzan a girar. Entre la letra negra gótica de trunca
caligrafía y los rudos tajos rúnicos, entre el garabato revuelto y la suelta
aljamía, surgen mil y una imágenes de entresueño o de pesadilla...
Un
tigre con ojos color de hiel engastados en una máscara de oro le roza, al
pasar, con su eléctrica piel... Una lupa
brilla sobre un antiguo grabado en acero, de un muro alto, ciego y
agrietado... Un puñal y una barra de
azufre yacen en un cajón, debajo de unas cartas amarillentas y algunos billetes
de lotería ya caducados... El rostro de una
mujer difunta descansa sobre una
almohada de seda, con una rosa ajada al lado... Una veta azul cruza una
lápida en el Cementerio de la Recoleta...
Suenan desde lejos las estridencias lastimeras de una guitarra...
Un rey viking
de barba gris, con la espada desnuda en la mano, alza los ojos apagados... Una telaraña plateada ondea en medio de una
ruina circular de mampostería cenicienta y dilapidada... Una moneda con la cara rayada se aherrumbra,
tirada encima de un muladar...
Dentro de un desván desmantelado en un lugar desierto del vasto continente americano, un hombre labra laborioso e intrincado un poema…
¿Se
habrá despertado de verdad? Se encuentra
bajando por un sendero estrecho entre fresnos, eucaliptos y cipreses; el espeso
follaje forma un túnel oscuro. Al final
del camino surgen quioscos, torres y alminares, glorietas y redondeles, obeliscos y estatuas ecuestres monumentales.
Avanza, con los miembros entumecidos, por un gigantesco tablero de ajedrez,
como si repechara los médanos movedizos de arenas infinitas...
Sube
como un autómata por una escalera de caracol rota y ladeada, cuyos peldaños de
inconstante altura le traicionan los pasos.
Los escalones desiguales lo llevan hasta una inmensa rueda jaspeada de
agua, fuego y piedra fundida, que se arremolina y lo arrastra hacia un vértigo
sin espacio ni cronología…
No hay
ni arriba ni abajo, ni antes ni ahora ni después. No hay ni delante ni detrás ni al lado, ni
mañana ni hoy ni ayer. No hay futuro ni
presente ni pasado. Todo es un caos
barajado y descabalado de objetos ajenos y desparejos que están en todas partes
sin estar en ninguna. En este medio
estado, ni oscuro ni claro, ni de noche ni de día, ni dentro ni fuera, se
acerca lo lejano; lo cercano queda lejos...
En la
boca del vórtice entran y salen frases y gestos, voces y ademanes que se van
disipando en ecos y reflejos, como ovillos de hilos que se deshacen...
El agujero lo engulle.
Al otro lado del portal, lejos en el vacío, el globo terráqueo gira, visto simultáneamente por todos ángulos y en detalle, como si la luna encorvada fuera un lente ocular...
Se ven la vieja casa con el zaguán enrejado, el patio de tierra, la parra, el aljibe, la verja de lanzas negras… En el jardín abandonado las cosas siguen su curso natural. Los árboles se deshojan en mudanza sigilosa. En la fuente ahogada, las piedras se sumergen bajo las serpientes anudadas de la hiedra...
Como el día lejano en el que sus manos cándidas de niño sostenían asombradas un paisajito invernal: claro, diminuto y aislado, dentro de una esfera de cristal.
Nota del autor: Además de usar siempre la palabra “viking” en vez de la real-académica “vikingo” en varios poemas, Borges protestó en contra de ésta por ser una pedantería: En una nota al final del “Prólogo” del poemario Elogio de la sombra, el poeta escribió, “Últimamente se les ha ocurrido escribir vikingo por viking. Sospecho que muy pronto oiremos hablar de la obra de Kiplingo.”