No debí huirte, Apolo,
el roce de tus dedos
en mi espalda, el vaho
fantasmal
de tu aliento sobre mi pecho,
tus manos
eléctricas entre mis muslos
sueltos...
Me pasmaba el relámpago de
tus ojos,
el zumbido de tu voz
en mis oídos me espantaba,
en mis oídos me espantaba,
tu presencia invisible me
bañaba
en sagrado horror.
en sagrado horror.
No debí eludirte entre la
hojarasca
del bosque,
ni esconderme dentro de la
áspera
corteza de los árboles.
Tendida la carne cobarde
contra la dura fibra,
me desgarra el potro de
tormento
de la naturaleza dividida—
como a un brote de enebro
en un peñon batido por el
viento—
por el sol abrasado de día,
de noche agachado bajo las
estrellas frías.
Libérame, Señor Apolo,
de la guerra encarnizada
de cielo y tierra; libérame
de los terremotos y las granizadas,
de las tormentas repentinas y
las sequías sofocantes.
Libérame, sobre todo, de los hombres,
que andan con
filos largos,
buscando cualquier cosa que
puedan derribar.
Fresno me llaman, hecho
para talar;
cedro me nombran, fácil
de tallar;
ciprés me dicen, o pino o
roble,
leña para romper y quemar.
Así me acechan todos
sin siquiera saber
mi
verdadero nombre.
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